jueves, 14 de junio de 2007

Mariano José de Larra

Escritor romántico y periodista español

"Bienaventurados los que no hablan porque ellos se entienden"
(Larra)

Nació el 24 de marzo de 1809 en Madrid durante la ocupación francesa, y pasó algunos años de su infancia junto a su padre en Burdeos. Tras la amnistía de 1818 se trasladaron de nuevo a la capital española, donde su padre trabajó como médico personal del hermano de Fernando VII. Asistió a un colegio de jesuitas, que abandonó para completar sus estudios en Valencia y Valladolid. Al finalizar, trabajó en dos periódicos de su propiedad, El duende satírico del día (1828) y El pobrecito hablador (1832-1833), algún tiempo después colaboró como crítico de teatro con el diario nacional La revista española, donde utilizaba el seudónimo de Fígaro. Fue uno de los periodistas más famosos y mejor pagados de España y participó en diversas publicaciones además de escribir la novela El doncel de Don Enrique el Doliente (1834) y la obra de teatro Macías (1834). Recibió una gran influencia del neoclasicismo francés, que aparecía en contraposición con su vida, ya que se convirtió en un símbolo de la confusión romántica. Se enamoró de una mujer que algún tiempo después descubrió que era la amante de su padre. Se casó con Josefina Wetoret en 1829, matrimonio que terminó en separación en 1834. Mantuvo relaciones con Dolores Armijo que duraron hasta el final de su vida. En 1836 fue elegido diputado por Avila, aunque las elecciones se anularon tras el motín de los Sargentos de la Granja ocurrido en ese mismo año. Se suicidó el 13 de febrero de 1837 poco después de escribir su famoso artículo "La Nochebuena de 1836" y tras el desengaño producido por la ruptura con Dolores.


Fragmento de "La sociedad":

Es cosa generalmente reconocida que el hombre es animal social, y yo, que no concibo que las cosas puedan ser sino del modo que son, yo, que no creo que pueda suceder sino lo que sucede, no trato por consiguiente de negarlo. Puesto que vive en sociedad, social es sin duda. No pienso adherirme a la opinión de los escritores malhumorados que han querido probar que el hombre habla por una aberración, que su verdadera posición es la de los cuatro pies, y que comete un grave error en [buscarse] buscar y fabricarse todo género de comodidades, cuando pudiera pasar pendiente de las bellotas de una encina el mes, por ejemplo, en que vivimos. Hanse apoyado para mudar semejante opinión en que la sociedad le roba parte de su libertad, si no toda; pero tanto valdría decir que el frío no es cosa natural, porque incomoda. Lo más que concederemos a los abogados de la vida salvaje es que la sociedad es de todas las necesidades de la vida la peor: eso sí. Esta es una desgracia, pero en el mundo feliz que habitamos casi todas las desgracias son verdad; razón por la cual nos admiramos siempre que vemos tantas investigaciones para buscar ésta. A nuestro modo de ver no hay nada más fácil que encontrarla: allí donde está el mal, allí está la verdad. Lo malo es lo cierto. Sólo los bienes son ilusión.
Ahora bien: convencidos de que todo lo malo es natural y verdad, no nos costará gran trabajo probar que la sociedad es natural, y que el hombre nació por consiguiente social; no pudiendo impugnar la sociedad, no nos queda otro recurso que pintarla. De necesidad parece creer que al verse el hombre solo en el mundo, blanco inocente de la intemperie y de toda especie de carencias, trate de unir sus esfuerzos a los de su semejante para luchar contra sus enemigos, de los cuales el peor es la naturaleza entera; es decir, el que no puede evitar, el que por todas partes le rodea; que busque a su hermano (que así se llaman los hombres unos a otros, por burla sin duda) para pedirle su auxilio. De aquí podría deducirse que la sociedad es un cambio mutuo de servicios recíprocos. ¡Grave error!; es todo lo contrario: nadie concurre a la reunión para prestarle servicios, sino para recibirlos de ella; es un fondo común donde acuden todos a sacar, y donde nadie deja, sino cuando sólo puede tomar en virtud de permuta. La sociedad es, pues, un cambio mutuo de perjuicios recíprocos. Y el gran lazo que la sostiene es, por una incomprensible contradicción, aquello mismo que parecería destinado a disolverla; es decir, el egoísmo. Descubierto ya el estrecho vínculo que nos reune unos a otros en sociedad, excusado es probar dos verdades eternas, y por cierto consoladoras, que de él se deducen: primera, que la sociedad, tal cual es, es imperecedera, puesto que siempre nos necesitaremos unos a otros; segunda, que es franca, sincera y movida por sentimientos generosos, y en esto no cabe duda, puesto que siempre nos hemos de querer a nosotros mísmos más que a los otros...

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